sábado, 13 de abril de 2013

Bye

Recuerdo esa vez que furiosa, de esa manera que ella solo podía estarlo, me dijo por el teléfono que lo que más le ofendía de un tipo que (supuestamente) nos criticaba a ambos, era que nos había llamado "los Minnesota boys". "Me llega, sabes, es además de idiota, sexista". Cómo nos reímos. Pero en cierta forma lo éramos, los Minnesota kids. Por azares de un destino cuya madeja uno siempre cree y nunca puede entender, Ivone había llegado a Minneapolis dos años después que mi familia y yo, y allí estábamos, como abandonados a la furia de las tormentas invernales, pensando en el teatro del Perú. La cosa más surreal del mundo. Sentados en una mesa de café, cerca de la U of M, hablando casi desaforados sobre los movimientos artísticos, sobre autores, siendo libremente infidentes, soñando. Y eso sucedía en la ciudad menos peruana del mundo, me imagino.
Ya de por sí todo era una rareza, hacer doctorados sobre el teatro de nuestro país, sobre todo el teatro olvidado, el teatro de la señal débil en el radar obtuso del suplemento Luces. Era genial y al mismo tiempo tristemente surreal. Ver el mundo peruano, de lejos, detrás de un mirilla a seis mil millas de distancia, y creer que se puede ver. Supongo por eso, cuando encontró por fin su tema, cuando se enganchó en el scholartivism, academiartivismo le dice Leticia Robles, se sintió tranquila. Se marchó a Lima. Perdón, nunca fue a Lima, como me dijo, luego. Se fue a Lomas de carabayllo, que es bastante diferente cosa. Y allí fue, fue ella misma. Y volvió transmutada. No por los planes futuros, como a veces duele pensar, creo poder decir que volvió ya cambiada, porque ya lo había vivido. La tesis sobre la experiencia solo era lo accesorio, como en el cuento de Borges, el secreto que había conocido no se podía comunicar a través de la Academia.
Pero pensándolo bien sí éramos como niños abandonados en Minnesota.
Minnesota era como vivir en la luna, con todo y que en la luna falta oxígeno. Nos faltaba la gente de verdad, el aire del país. Pero Minneapolis era el lugar indicado para sentarse a escribir, para encontrar todos los libros, para ver de lejos incluso cómo nuestra furia por no poder cambiar las cosas, aceleradamente, es parte del paisaje. Por eso a la par de todas esas conversaciones en vivo, en fono, y en miles de chats (miles, acabo de volver a verlos), había mucho de aventuras de pandilla, como hacerse botar del restaurante mongol de Dinkytown por gritar a voz en cuello y en español "nadie entiende a las mujeres", o el periplo casi semanal para ella conseguir la maldita licencia de conducir, puteando a los gringos y sus normas de tráfico, o los desgraciados impuestos, esos que Ivone siempre odiaba hacer, y que al final terminaba haciéndoselos yo, hasta por facebook. O las veces perdidos en medio de las carreteras, camino de algún sitio. O la risa hasta el suelo que nos daba cierto profesor innombrable y estúpido hasta la saciedad,  las chapas que le poníamos. O cuando surrealismo de surrealismo, decubrimos que un amigo de ella del IPP se había vuelto mi amigo en Arequipa, y ahora los tres vivíamos en esa ciudad tan rara, Minneapolis.O cuando en la clase del gran maestro Kobialka, en el doctorado de teatro, se nos salió un chiste en español que no podíamos compartir y solo movíamos la cabeza negándolo todo.
Eso, como niños, niños perdidos en la pradera del tiempo. O cuando en una orden sin dudas ni murmuraciones, y harto pisco, me obligó saliendo de su casa a tomar el rumbo norte en lugar del rumbo sur, y dejar Northfield para vivir otra vez en Minneapolis, con mi familia, otra vez. O esos Coloquios en el Peruano Japonés, tan raros. O como cuando en triada con Toño Quispe armamos un "manifiesto" de teatristas antikeiko para elegir aunque sea a Humala , y todo hecho en el tiempo record de 27 minutos, con proofreading y todo en tres países diferentes a la vez. O los tips para llegar cada vez más barato a Lima (cierto, lo último que me envió fue un cupón). O nuestra común acidez para criticar, entre patas.
Todo eso me va a hacer falta terriblemente.
¿Obituarios? No sé escribirlos ni me interesan. Podría, si pudiera, escribir una novela de aventuras de estudiantes peruanos interesados en el teatro subalterno de su país, en medio de la tundra del midwest.
Pero el punto indeleble de la vida no es lo que se escribe, es aquello que se vive. La vida misma, que se prolonga. Y el tiempo que nos dejará (si quiere) la posibilidad de conocer también aquello que Ivone ha querido dejarnos escrito.