martes, 7 de julio de 2009

¿Adiós al Perú?


Siempre está rondando, agazapada, la frase de despedida. Desde el momento de la llegada, y antes, uno se pregunta si acaso se estará despidiendo por mucho más tiempo del que imagina, si volverá de todas maneras --vamos nadie lo sabe--, y si los ecos de las vivencias alcanzarán a formarse como algo: recuerdo, trauma o elusión. Lo que ha cambiado en mis ya varios y cansadores regresos a mi lugar del mundo, es la ansiedad con que antes esperaba las partidas. Esa ansiedad se ha disuelto, o al menos, se ha diseminado en espasmódicos momentos de pánico y serenidad, totalmente soportables. Y me refiero a ambas partidas: rumbo al Perú, donde ya no tengo casa; rumbo a Minnesota la extraña, donde está esperándome una casa. En ese viaje de ida y vuelta constante, los años pierden su forma recíproca y pautada, y se entra en un trompo cósmico, en que creo estar viviendo siempre el mismo año cuando regreso a Lima o Arequipa, o en que creo que jamás envejeceré. Así el tiempo sí que se me hace cíclico, repetitivo, pero la repetición no se me figura como una pesadilla. Más bien es una suerte de estiramiento de los límites de la experiencia. En breve, creo estar viviendo en ambos sitios a la vez, dormido o escondido en Lima por los meses en que tengo mi vigilia lenta de nueves meses en los Estados Unidos; hibernando de la tosca Minnesota mientras me atrapa la tórrida vida de mi país. Por eso cada vez que tomo mis cacharpas para regresarme, o irme, ya no sé, para moverme de lugar, mejor; cada vez me pregunto si acaso podré despedirme realmente de ningún sitio, y si el tiempo que me pertenece es una suerte de obra de teatro sin ensayos en que sucede algo verdadero que no es real. Quizás eso explique por qué he terminado por dejarme existir tranquilo en ese tránsito.

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