martes, 2 de julio de 2013

Viaje a la teatralidad peruana, 1

Me tomó un mes entero dar una vuelta reciente por el Perú, en concreto Lima, Arequipa, Cusco y otra vez Arequipa y de nuevo Lima. Treinta días exactos de andar corriendo, como en  los viejos tiempos, de una charla a otra, de un café a una sala de teatro, de ciudad en ciudad. Incluso en Lima hay que ir de ciudad en ciudad. Limas hay varias, se ha dicho hasta la saciedad. Y ahora con trenes y buses alargados, sigue siendo así. En adelante, en lo que espero sea una serie, buscaré ordenar mi memoria por temas o protagonistas, una memoria que por fresca aún no se termina de cuajar.
Por supuesto, la pregunta surge: "¿Cómo encuentras el Perú, el teatro peruano?". Me lo preguntó acuciosa una colega. "Igual". No hay hermetismo en mi lacónica respuesta. Tampoco un ensayo "serio" de provocación. Solo es la certeza de que lo que ahora se ve es lo que estaba en ciernes hace al menos una década: varios circuitos paralelos, un teatro que se va desarrollando en función del mercado, un teatro más vanguardista en permanente relación ambigua con el mercado, un teatro en la periferia de Lima que se abre de lo popular y discute lo comunitario, el de las regiones y su propia dinámica, muchas veces solo en ciernes. Pero todos son circuitos desconectados, en una suerte de heterogeneidad que sigue siendo radical. Los contactos entre artistas, las colaboraciones entre los protagonistas de diferentes circuitos, las mezcolanzas de públicos y estéticas, siguen siendo lamentablemente escasas. Todavía no se han encontrado los extremos, de manera que es dificil hablar de un solo teatro peruano. En todo caso habría varios, con sus propias variables de valor. Creo que cada uno de los circuitos ha cavado su surco más profundo aún que hace unos años, como si la bonanza financiera reciente hubiera dado razones a los teatristas para subrayar sus diferencias. Todo esto pasa en el campo aún pequeño del teatro peruano, a pesar del supuesto boom  (que más parece ser solo de salas y talleres de formación), y a pesar de lo visible del teatro de grandes marquesinas.
Honestamente, lo más impresionante sigue siendo que fuera del campo oficial del teatro peruano (incluido el circuito popular o comunitario), hay una vasta teatralidad cultural que desaparece del registro central pero que sigue allí, andando las calles. En Cusco me tocó ver por no sé que vez cómo los rastros de esa teatralidad han permeado la vida diaria de una ciudad de 400 mil habitantes, y cómo subsumida en fiesta (Fiesta de la Ciudad, esta vez) sigue su camino de ser espectáculo que cohesiona un sentido de comunidad que nadie se atreve a discutir ni a negar. Los pueblos peruanos danzan su identidad, su memoria. Mejor: la recrean ante nuestros propios ojos. Ahora toman la forma de comparsas de escuelas y universidades, pero el modo de relación entre el peruano y su comunidad cultural mediado por la danza-teatro, sigue allí, regenerado. Mientras, las ciudades como Arequipa o Lima se ahogan de malls y de sistemas de boletaje, entablan guerrillas menores contra los hablantes de celulares en las salas,  pero en el fondo a los teatristas peruanos parece seguir preocupándoles la repercusión que tiene su trabajo en el Perú real, en la calle, en la gente. Esa nota sí que es distintiva: incluso en los proyectos más comerciales, el ansia de audiencia, de impacto social, sigue recorriendo las butacas que se quedaron vacías. Como si incluso en las puestas más comerciales aún se conservara el deseo de ser reconocidos, de ser queridos.
Mientras, en estos mismos días, en Paucartambo (a propósito, Miguel Rubio y Jesús Cossio están lanzando un libro de historietas sobre la Fiesta que comentaré luego), los carguyocs siguen insistiendo en que la gente no se arremoline ni se desmande en la gran fiesta de la teatralidad andina, esa en la que nunca falta audiencia, ni cariño ni reconocimiento.

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