viernes, 9 de enero de 2009

Por si acaso, no veo telenovelas


Pero no voy a venir aquí a negar mi pasado: junto a mi hermano tuvimos una gran adicción por las telenovelas, en especial en nuestras adolescencias. Nos soplábamos horas de horas de (ahora los llamo así) bodrios mexicanos, venezolanos y brasileños. Una que otra era peruana, por ejemplo Carmín. Pero la mayor parte venían del país charro. Pero no se piense que éramos público del todo acrítico y dado a la lloriqueada: lo que más nos atraía de las TN era juzgar las actuaciones, escuchar a los engolados, reconocerlos, y claro, ver una que otra buena presencia. Olvidaba decir que ese tiempo coincidió con nuestros inicios (de ambos, pobres mis padres) en el mundo del teatro, en el grupo teatral de la ANEA en Arequipa.
Estos recuerdos me han venido a propósito de los resultados de una encuesta que no debe ser curiosa para nadie: las 10 telenovelas más influyentes de Latinoamérica. Ignoro cómo y con qué fidelidad se hizo el ranking, pero la noticia la corrió AP hace una semana. Ahora han borrado el dato, pero encontré un resumen bueno en este enlace.
No soy quién para declararla correcta o no, solo puedo decir que es arbitraria, como todas las listas. Pero hay varias allí que fueron parte de mis adicciones, por ejemplo Cuna de Lobos, para ver a una estereotipada pero igual extrañanamente macabra María Rubio haciendo de la madre posesiva. O Isaura la Esclava, donde los brasileños empezaron su larga y prolífica idea de usar buenas obras de la literatura para un público masivo. Lo repitieron con Tieta, por ejemplo. Y experimentaron más que nadie. Isaura fue un éxito, Rubens de Falco otro malo de antología. Por supuesto vi Los Ricos también lloran, cómo no, nos gustaba la Verónica Castro a todos. Y la soñada movilidad social, tantas veces postergada en América Latina, que ya se darán cuenta, es tal vez el macrodiscurso de la telenovela latinoamericana.
Ya no vi la Quinceañera, ya eso fue demasiado idiota para mi gusto, y a Betty la fea no le pude seguir el paso, aunque los avances siempre parecían chistosos. Claro, es el patito feo que los adultos sí nos atrevemos a gozar en público, ya saben, el mito de que la belleza física lo es todo.
Faltan montones, claro, novelas hay para cubrir los cielos. Y es sin duda el género por excelencia de América Latina, nuestro sello cultural. Y además soy de los que cree que hay que leerlas transversalmente: muchas dicen por lo que quieren callar, describen por ironía, reclaman por temas sin querer. Tal vez eso explique que estén tan adentro del alma colectiva del continente.
Pero siempre me impresionaron más algunas brasileñas: mejores libretos, mejor dirección de actores, mayor riesgo. Recuerdo Dancing Days, La próxima víctima, El clon, entre otras. De Venezuela, que me perdonen, casi no me atrapó nada, salvo una de gitanos que no recuerdo el nombre. Y entre las argentinas me he visto completas varias, porque vamos, son tamaños actores en general, como los brasileños, no tan acartonados como los mexicanos. Con las peruanas nunca tuve una relación muy amical, tal vez allí el criticón que llevo dentro me impedía engancharme con nada, salvo, tal vez, un poco con Natacha, o quizás Los de arriba y los de abajo, aunque ahora que la pienso me suena bastante caviar e irreal.
Ya más viejo las telenovelas -aunque no puedo seguirlas, en general por aburrimiento- me han dado un placer extraño, que no sé cómo va a sonar aquí: me ha permitido ver a a algunos actores a los que no podría ver nunca (o con frecuencia) en el teatro. Hombres de tablas que daba gusto escucharlos aunque sea recitando esos libretos generalmente escritos para dislálicos o lobotomizados. Y ver ese esfuerzo, el de los grandes actores, como toreros dignos y desesperados a la vez ante tan pobres astados. Pienso en una telenovela mexicana en que todo mi interés era cazar las escenas del gran Nacho López Tarso, o ver a Libertad Lamarque, o a Augusto Benedico decir unas líneas aunque se en la Colorina, o recibir una clase actuación con el maestro Sergio Jiménez en cualquier papel que le tocara, cualquiera, especialmente cuando de segundón se robaba la novela. Qué privilegio. Más cercano en el tiempo me sucede lo mismo con mi compatriota Ricardo Blume, afincado en México, diestro en hacer creer que se la cree, y bueno hasta en sus malos papeles, como cuando hacía del Sr. Huamán. En Venezuela corría detrás de las lecciones de Roberto Moll, y en Brasil (José Wilker!!) y en Argentina, bueno casi de todos, casi de todos.
Pero por supuesto, oficialmente ya no veo telenovelas.