martes, 10 de febrero de 2009

Voz y martillo: Bertolt Brecht



111 años, no es poca cosa. Brecht los cumple hoy, sobreviviendo incluso a su propia sombra: ésa que le ha sido construida con el empeñoso trabajo de quienes esgrimen su nombre con propios intereses. Qué más da. También a ellos les sobrevivirá: a sus descendientes, por ejemplo, empeñados en entorpecer la difusión de su obra entre gente que no es capaz de pagar estipendios de copyright y demás yerbas del capitalismo más acendrado. O a los académicos de cerebelo encorsetado en la triste International Brecht Society, que edita un journal aburridísimo y soporta las más dislálicas peroraciones de los exégetas de su obra, como para correr gritando "¡dios libre a dios de los exégetas!".
Sobrevivirá sin duda, a los cuatro mamuts del dogma marxista, empeñados, también, en hallar comunismo a cada línea que pisan (la pisan, no hay duda) del gran autor de Augsburg.
Y por supuesto sobrevivirá a la égida de impulsores de su voz disidente dentro de lo políticamente correcto, dentro de un mundo harto civilizado, edulcorado de ideologías y descafeinado de compromisos sociales, que lo pone en escena en las salas pitucas de todo el mundo para demostrar que se puede ser abierto a todas las ideologías, y que además Brecht al margen de sus ideas "era un gran dramaturgo". Como si se pudiera ser un gran dramaturgo sin grandes ideas, come on.
Creo que el Brecht que sobrevive mejor es el de la apropiación, el Brecht mutable e inatrapable que alguna vez en nuestras vidas ha tocado un nervio sensible. Ese Brecht que es prácticamente solo una voz, que dice a veces, que calla en otras. Una voz que invita a discutir, a mostrar inconformidad y a seguir hurgando en el Valle de las Lágrimas y de las Risas. Ese es mi Brecht, perdonen la huachafería. El que me puso palabras a la boca en "El Soplón", la primera obrita que hice a los doce años, y que de paso me invitó a pelear en cómica batalla con mi viejo director por un cambio de libreto que él había operado. Brecht había empezado a jalarme de las rodillas. Me sobreviven sus frases, que he grabado de obras actuadas o dirigidas, o leídas o intentadas y nunca puestas muy a pesar, y que suelo repetir como si fueran parte de mi habla. "Eso no hizo que el pan se abaratara" (Baden baden), o "Desconfíen de lo aparente, de lo cotidiano" (La excepción y la regla). O mejor estas otras: "¿Por qué hemos de llorar porque el agua y el aceite no se puedan juntar?"(Herr Puntila), "¿Quién es más criminal, el que asalta un banco, o el que lo funda?"(La ópera de tres centavos). Y esa que no sé francamente de dónde es, pero que me repito casi como letanía:
"El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma".

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